Tendría yo unos 8 o 9 años si mal no recuerdo, y también, si la memoria no me falla, pasaba las tardes de verano en un conocido parque madrileño corriendo y corriendo alrededor de un camino que me parecía inmenso , y que ahora, con la perspectiva de los años y las dimensiones adquiridas con la edad, no me parece tan enorme. Pues bien, puestos ya en situación, aquellas tardes de los meses de Junio y Julio tenían algo de especial. Por un lado fueron testigo de mis primeras zancadas sin motivo y objetivo ninguno, y por otro, me dieron la oportunidad de ir poco a poco forjando mi espíritu competitivo.
De entre todos los compañeros de carreras de aquella época destacaba una niña rubia y de piel frágil, cuya facilidad para dar vueltas y vueltas al camino en cuestión lo más rápidamente posible era verdaderamente notable. Recuerdo ser el que más corría del grupo. Mis habilidades con un balón en los pies, como era menester en aquel tiempo, dejaban mucho que desear y si se trataba de manejar el esférico con las manos tampoco iba mucho más lejos. Así que no me quedaba otra que intentar destacar a base de correr lo más rápido posible por donde fuera.
Siempre ganaba, era algo evidente que había nacido para tal actividad, y eso que el pediatra le dijo en una ocasión a mi madre que tardaría en andar. Creo que cuando inicié el primer paso ya no pude parar. Pues bien, aquella niña rubia, cuyo nombre aún recuerdo, pero que callaré por caballerosidad literaria, su unió un buen día a nuestro grupo. Ese día acabaron mis victorias fáciles, creo que esa tarde empecé a experimentar lo que significa correr por orgullo y amor propio. ¿Cómo iba a ganarme una niña?, eso no podía consentirse. Por lo tanto todos mis esfuerzos veraniegos, a partir de aquella tarde se centraron en no perder mi hegemonía como galgo del grupo.
En aquella tarde, tuve mi primera derrota en el parque de mis victorias. La niña rubia me adelanto en la última recta del camino y yo no pude nada mas que observar como sus rizos se alejaban cada vez mas. Desde entonces tome la decisión de no dejarme mas vencer y menos por una niña. Un actitud machista, cierto, pero en aquellos años la educación de los niños estaba bastante diferenciada, no cabía en la cabeza de un ningún pequeño españolito de finales de los 60, que ninguna niña fuera físicamente superior en alguna faceta que no fuera la belleza.
Durante los días siguientes no paré de pensar en la dichosa carrera que perdí y no deseaba otra cosa que volver a correr contra ella, esta vez no me pillaría de sorpresa. Pero para mi desgracia y perjuicio de mi orgullo masculino, la ocasión nunca volvió a presentarse y aquella derrota quedo en mi historial. Inicialmente como algo para olvidar, pero, mas tarde, con el paso del tiempo se convirtió en un recuerdo inolvidable que a veces me sigue gustando recordar como en esta ocasión y en este humilde blog.
Hace algún tiempo, tuve ocasión de leer una pequeña biografía de la velocista de la antigua RDA Marita Koch, la actual poseedora del récord del mundo de 400. En ella se relataba una circunstancia muy curiosa que me hizo volver a recordar a aquella pequeña corredora que acabó con mi reinado particular. Marita Koch, también recordaba como de niña ganaba en todo tipo de carreras a los chicos de su barrio, incluso a aquellos que eran algo mayores que ella tanto en estatura como en edad y como, gracias a esta situación, se hizo bastante popular entre la chiquillada de su círculo de juegos.
No se si aquella pequeña niña rubia, que ya tendrá mi edad, poco más o menos, podrá leer este blog, y si al final pudo dedicarse al atletismo o su vida fue por otro derroteros, pero por si se da tal posibilidad, aprovecho para felicitarle por su victoria con casi 40 años de retraso, gano limpiamente, a pesar de que yo pusiera miles y miles de excusas para argumentar mi derrota. Bien mirado, tal vez ella fue mi particular Marita Koch.